Porteño (1996
Publicado en Correspondencia, nº 1. Buenos Aires, Diciembre 2010.
Vogue Italia, la revista para la que escribo desde hace ya más de veinte años, me pidió, en 1996, un texto sobre Buenos Aires, de donde Bruce Weber de visita había traido una secuencia de fotos en blanco y negro. Entendí que era una ocasión para intentar ver porqué, tras un cuarto de siglo de vida en capitales del hemisferio norte, esta ciudad (donde ahora era casi un extranjero) seguía seduciénome. En muchas de sus circunstancias y en muchas de sus calles, la Buenos Aires de hoy (donde ahora soy un casi argentino) se me aparece muy diversa- tanto que a veces me choca- de la que describí hace catorce años. Pero ese es otro relato – que queda por hacer.
El viaje al sur del sur no deja nunca de sorprenderme. Más allá de la duracion extraordinaria lo vuelven irreal los cambios de hora y de fecha, el vuelco de hemisferios y de estaciones. Luego, ya llegado a aquel pais remoto, me golpean la fuerza de la luz, la amplitud de los espacios.
Llamada en clave kitsch la Reina del Plata, Buenos Aires se alza en la otra extremidad del planeta, con los signos de estilo de una metrópolis occidental junto a los sintomas de la penuria latino-americana. El exhibicionismo consumista cohabita con estadios graduales de pobreza. A lo largo de la autopista que sale del aeropuerto, a las imágenes tercermundistas -racimos de viviendas precarias, grupos de gente que camina por la linea media, pintadas multicolores sobre puentes y muros, incluso de propaganda oficialista- sucede el amplio panorama de la ciudad que ocupa el horizonte entero. Capital de un país al que vuelve la espalda, Buenos Aires concentra todos los poderes – político, económico y mediático – del país y hospeda, incluidos sus suburbios y áreas vecinas, más de un tercio de la entera población argentina, es decir 12 millones de personas actuando todos los roles de la tragicomedia urbana.
Nada de Club-Meds, nada de escuelas de samba, nada de extrañas ruinas con vistas a un mar color zafiro. Los turistas en búsqueda de tropicos felices, abren grande los ojos. Con escasas imágenes tipicas para ofrecer, las tarjetas postales en venta en Buenos Aires, muestran rascacielos contra un fondo rabiosamente azul, una pareja que baila el tango. Los visitantes no corren el riesgo de ser encandilados por el exotismo.
Llamada en clave kitsch la Reina del Plata, Buenos Aires se alza en la otra extremidad del planeta, con los signos de estilo de una metrópolis occidental junto a los sintomas de la penuria latino-americana. El exhibicionismo consumista cohabita con estadios graduales de pobreza. A lo largo de la autopista que sale del aeropuerto, a las imágenes tercermundistas -racimos de viviendas precarias, grupos de gente que camina por la linea media, pintadas multicolores sobre puentes y muros, incluso de propaganda oficialista- sucede el amplio panorama de la ciudad que ocupa el horizonte entero. Capital de un país al que vuelve la espalda, Buenos Aires concentra todos los poderes – político, económico y mediático – del país y hospeda, incluidos sus suburbios y áreas vecinas, más de un tercio de la entera población argentina, es decir 12 millones de personas actuando todos los roles de la tragicomedia urbana.
Nada de Club-Meds, nada de escuelas de samba, nada de extrañas ruinas con vistas a un mar color zafiro. Los turistas en búsqueda de tropicos felices, abren grande los ojos. Con escasas imágenes tipicas para ofrecer, las tarjetas postales en venta en Buenos Aires, muestran rascacielos contra un fondo rabiosamente azul, una pareja que baila el tango. Los visitantes no corren el riesgo de ser encandilados por el exotismo.
El encanto de la ciudad se manifiesta gradualmente, por acumulación de detalles patentemente urbanos; le gustará a quien ama las grandes ciudades tal como las imaginara el urbanismo europeo, con un centro agitado y ruidoso y la secuencia de los barrios con sus diversos matices sociales.
Anchas calles interminables con muros de ladrillo y atmósfera de film policial. Paisajes industriales caducos que han adquirido la dignidad y la reserva enigmática de lo antiguo. Modestas esquinas de barrio donde el cielo se hace vertiginoso por encima de las casas de un solo piso. Y la sombra frecuente: pareciera que cualquier especie vegetal crece con furia en el suelo de la “pampa húmeda”. Calles, parques y plazas dejan adivinar la llanura que se extiende alrededor de la ciudad. Lapacho, jacarandá, ombú, palo borracho, tipa, ybirá-pitá, me gusta repetir como una letanía los nombres generosos de los árboles argentinos.
Anchas calles interminables con muros de ladrillo y atmósfera de film policial. Paisajes industriales caducos que han adquirido la dignidad y la reserva enigmática de lo antiguo. Modestas esquinas de barrio donde el cielo se hace vertiginoso por encima de las casas de un solo piso. Y la sombra frecuente: pareciera que cualquier especie vegetal crece con furia en el suelo de la “pampa húmeda”. Calles, parques y plazas dejan adivinar la llanura que se extiende alrededor de la ciudad. Lapacho, jacarandá, ombú, palo borracho, tipa, ybirá-pitá, me gusta repetir como una letanía los nombres generosos de los árboles argentinos.
“Misteriosa”y “secreta” son adjetivos a menudo aplicados a una ciudad que mantiene relaciones clandestinas con su propia historia y que practica la automutilación como curiosisima variante del narcisismo. En este siglo que se acaba, una suerte de vocación nacional de grandeza fue siendo puntualmente desmentida por las circunstancias históricas: se pueden leer las calles de Buenos Aires, toda un collage de referencias estilísticas, como un resumen de las ambiciones de las clases dirigentes argentinas y de las frustraciones de los demás.
En una época se importaban de Europa todos los lujos y suntuosidades; es más, se consideraba un deber hacerlo ya que el imperio español no habia distribuído en su colonia mas remota las mismas bellezas arquitectónicas que en Méjico o Perú. El estillo criollo, de sobrias raíces rurales andaluzas con algun toque italianizante y todas las virtudes de la simplicidad, no sedujo nunca a las generaciones iniciales de nuevos ricos, la autoproclamada aristocracia, que definieron la idea de glamour en la Argentina. La Buenos Aires fastuosa data de la Belle Époque. Sobrevivientes del sueño de una clase elitaria que construía barrios enteros sobre el modelo de las fabourg parisinos elegantes, quedan bellas huellas, palacios y hôtels particuliers transformados hoy en embajadas, hoteles de lujo, clinicas privadas. Aunque fiel, la copia provoca efectos ligeramente alucinantes; bajo los cielos de este sur, espaciosos y vívidos, la piedra neoclásica, por otra parte vista con la mirada de aquel incio del siglo, es decir doblemente en off-side, asume tonos impensados, sorprendentes. En otros vestigios de la edad del esplendor, uno se encuentra aquí con España allí con Italia; apenas accedia a un buen pasar cada grupo de inmigrantes erigía sus monumentos y sus grandes residencias en una imperiosa mudanza emocional.
En una época se importaban de Europa todos los lujos y suntuosidades; es más, se consideraba un deber hacerlo ya que el imperio español no habia distribuído en su colonia mas remota las mismas bellezas arquitectónicas que en Méjico o Perú. El estillo criollo, de sobrias raíces rurales andaluzas con algun toque italianizante y todas las virtudes de la simplicidad, no sedujo nunca a las generaciones iniciales de nuevos ricos, la autoproclamada aristocracia, que definieron la idea de glamour en la Argentina. La Buenos Aires fastuosa data de la Belle Époque. Sobrevivientes del sueño de una clase elitaria que construía barrios enteros sobre el modelo de las fabourg parisinos elegantes, quedan bellas huellas, palacios y hôtels particuliers transformados hoy en embajadas, hoteles de lujo, clinicas privadas. Aunque fiel, la copia provoca efectos ligeramente alucinantes; bajo los cielos de este sur, espaciosos y vívidos, la piedra neoclásica, por otra parte vista con la mirada de aquel incio del siglo, es decir doblemente en off-side, asume tonos impensados, sorprendentes. En otros vestigios de la edad del esplendor, uno se encuentra aquí con España allí con Italia; apenas accedia a un buen pasar cada grupo de inmigrantes erigía sus monumentos y sus grandes residencias en una imperiosa mudanza emocional.
Hasta el final de los años 40 la prosperidad argentina y la manía europeizante coincidieron con grandes momentos estéticos e hicieron de la ciudad una bella vitrina, arrogante, chic y muy improbable. André Malraux la describió como “la capital de un imperio inexistente”. La idea de “modernidad” – y sobre todo la idea de no encontrarse de repente “pasasdo de moda”- parece haber obsesionado a cada generación. Desafortunadamente antes de incorporar lo nuevo se demolió literalmente y sistemáticamente el pasado: nada de sedimentaciones, nada de memoria colectiva. El panache, los refinamientos hay que buscarlos sobre todo en los libros y las revistas viejas de más de 50 años legitimizados por el blanco y negro.
Hoy, desquiciados los valores primordiales por el frenesi consumista y las crisis en cadena, cosas sutiles, delicadas como la elegancia se vuelven superfluas, irrelevantes. Los neo- vulgares llegados a los puestos de comando tienen la mirada fija en el American Dream. Su ciudad ideal es una mezcla contra natura de chalets con jardincito y de tremendas torres a la Blade Runner. Sorprende entonces y conmueve que Buenos Aires, en pleno proceso de acelerada posmodernizacion, consiga conservar un alma a pesar de todo, que aún le de a uno la posibilidad de cultivar la nostalgia de la nostalgia, que se permita hacer su estilo a partir de un patchwork
Hoy, desquiciados los valores primordiales por el frenesi consumista y las crisis en cadena, cosas sutiles, delicadas como la elegancia se vuelven superfluas, irrelevantes. Los neo- vulgares llegados a los puestos de comando tienen la mirada fija en el American Dream. Su ciudad ideal es una mezcla contra natura de chalets con jardincito y de tremendas torres a la Blade Runner. Sorprende entonces y conmueve que Buenos Aires, en pleno proceso de acelerada posmodernizacion, consiga conservar un alma a pesar de todo, que aún le de a uno la posibilidad de cultivar la nostalgia de la nostalgia, que se permita hacer su estilo a partir de un patchwork
De sus orígenes portuarios Buenos Aires conserva una identidad semantica: los de aquí somos los “porteños”. Digo somos porque al escribir sobre Buenos Aires es inútil que finja una distancia objetiva, imposible que me abstenga de usar la primera persona; se trata de una experiencia íintima e intrincada. El habla porteña es colorida y fértil. Entre ingenioso y displicente, el tono porteño es inconfundible. No hace burbujas ni espuma sino que se establece en el paladar como los vinos tinto corposos. Privilegia las vocales abiertas que alarga, que acuesta casi, con languidez aunque al mismo tiempo la cadencia es vivaz, urbana. Calculadamente seductor está impregnado de tonos y sonidos italianos (universal el chau) que suavizan la densidad del castellano. Ademas remodela en el mismo sentido los pronombres y las formas tradicionales. Tu eres se hace vos sos. Prevalece la informalidad: te trata de vos prácticamente todo el mundo. El idioma de hecho no hace sino confirmar la inmediatez prevalente en las relaciones cotidianas.
Los porteños están convencidos de tener el don de la amistad y dicen hacer de ella una suerte de culto. En una sociedad en perpetuo equilibrio entre triunfo y desastre, donde las pulsiones de autoritiarismo están siempre presentes, las amistades, intensas tambien en su duracion, se mantienen como una certeza, a veces la única. Cuando llego de París, donde las constricciones del bon ton no autorizan desbordes, me encuentro a menudo inhibido, sorprendido ante la desenvoltura, la expansividad con la que entre amigos se toca cualquier tema, incluso y sobre todo privado. Pero tal vez mas importante que los discursos es el tiempo mismo que los porteños dedican a estar juntos; gran, enfático tráfico de afectos en torno a las mesas de bares y restaurantes, confidencias telefónicas que alcanzan duraciones dignos del Guinness Book, charlas de sobremesa que se prolongan hasta el alba.
Todos en Buenos Aires tienen un sobrenombre, para nada restringido a la intimidad familiar. Es más, se aprende enseguida a identificar a los personajes públicos por el sobrenombre – simpático, tonto o cruel que llevan de toda la vida. El jefe de la izquierda parlamentaria es el Chacho;, el ministro de la economia, el Mingo. Triunfa el apócope: las Gracielas se hacen Gra, los Marcelos Marce. Me cansé de contar las Silvi, los Ale, las Flor, las pero tambien los Gaby, Andy, Pato y así sucesivamente. Los diminutivos tienen larga vida: un tal Adolfito ya pasó los 90. El pelo oscuro basta para ser el Negro, mientras que los ojos celestes acarrean el mote de Polaco. Recibo en mi contestador automático mensaje de diferentes Chichita, Tati, Titi, Ara, Beba, Baby, Ceci, Chichi, Chuchi y así hasta el final del alfabeto. Sin la distancia irónica característica de los porteños tanta familiaridad sumada a tanta extroversión se volverían pegajosas. El mundo del fútbol, la más obvia expresión del espíritu popular, revela una fértil fantasía en el uso de los sobrenombres. Sin los códigos de acceso debidamente actualizados, resulta surealista seguir las transmisiones radiales del domingo por la tarde; se escucha solo hablar del Morrón, el Tiburón, el Patrulla, el Toro, el Avión, el Tigre, el Gallo, el Pájaro, la Chancha, el Cuervo, el Piojo, el Mago e, irresistible, el Vitamina, un jugador flaco como un palo.
Un agudo sentido del humor se revela necesario para navegar entre las asperezas y las convulsiones de un sistema que produce por lo menos un escándalo por semana. Corrupción, negociados, gran variedad de mugres, la actualidad política se parece cada vez mas a un horrible guión en el que caben todos los esterotipos bananeros.
Los productos de base de la posmodernidad –la política show, la tv knock out, la prensa basura, la cultura del siemprejoven – prosperan aquí con alarmante exhuberancia. Su condicion periférica y dependiente, la distancia verificable entre Buenos Aires y las que Buenos Aires considera sedes centrales de lo real – los Estados Unidos en primera lugar, luego Europa – hacen que que se agranden, se exageren todos los emblemas de lo contemporáneo, como para compensar la fosa de los husos horarios, la disparidad esencial. La Buenos Aires de los años 90 aparece hiperrealista. En un contexto de obvias desigualdades el brillo y la levedad de la cultura pop resultan particularmente insultantes. Odiosa también la desbocada ostentación del regimen menemista que cultiva el estilo Faruk XIV. La mano del cirujano ha trabajado un montón sobre cada cara célebre, comenzando por la del pintoresco Presidente de la República. Cuando las estrellas de la tv local, todas equipadas de imprescindible melena rubia, inauguran el enésimo lifting las revistas-basura expiden envíiados especiales en busca de entrevistas exclusivas desde la clínica en Suiza.
Los porteños tienen la manía de la belleza física que clasifican según cánones extremadamente restrictivos. En los últimos años esta fijación ha tomado proporciones inquietantes. En el país de la mejor carne la subcultura del gimnasio, se combina demasiado perfectamente con un gusto bastante marcado por al exteriorización. Estadística porteña: en apenas una semana 600 articulos y entrevistas fueron consagrados a las top model nacionales y a su mundo “fabuloso”. Se tiende a confundir savoir vivre con se voir vivre. Los ojos constatan sin embargo que la gente es bella en serio; las confluencias inmigratorias crearon aquí una variedad muy atractiva de tipos humanos. En las carniceríias el lomo es el corte más tierno, el mas apreciado y naturalmente el mas caro. En el crudo lenguaje cotidiano, alimentado y estimulado por una television chabacana, lomo pasó a significar la conjunción de la belleza y del sex appeal unido. “Esta mina tiene buen lomo”, “Aquel pibe tiene un lomo bestial”: así podría comenzar un curso Berlitz actualizado de dialecto porteño, prosiguiendo con un vocabulario que debería incluir la cola, las lolas, la facha.
Las calles están llenas de mensajes sexuales. Raramente he visto jeans más ajustados, minifaldas más sucintas, cuerpos más perfidamente ofrecidos en espectáculo. No es difícil imaginar detrás de tanta teatralidad, en vez de desprejuicio un culto supersticioso y vehemente de la cosa erótica. Se podría argumentar que la estilización del deseo constituye una tradición porteña; después de todo, las figuras del tango no son sino una representación sofisticada del acto sexual. Pero la actitud descarada de hoy no tiende a la seducción, es solo erotismo consumista de pasarela impulsada no por una vieja milonga, sino por el monótono caleidoscopio de MTV.
Hay que ir a ver Buenos Aires antes que la avidez inmobiliaria la haya transformado en un pálido suburbio de Miami. Desafortunadamente, la ciudad mitificada por Borges no existe más, pero es aún posible efectuar la debida peregrinación reconociendo muchos de sus lugares. Para quien viaja por el gusto de encontrar gente y encontrar vidas, Buenos Aires se presenta como una destinación ideal. Me gusta creer que aquí subsisten, bastante reconocibles, la hospitalidad, la cordialidad, lo convivial. Como provisorio adiós te dicen “Hasta luego” y agregan “Anda pero volvé”.
El tema de la idea y vuelta es frecuente entre los porteños. Se trata a menudo de una fantasia liberatoria. Se sulfura el taxista “No se puede vivir mas en este país, yo me rajo, feliz de vos que estás afuera”. Pero inmediatamente se enternecen: “Anda a saber cuanto extrañás Buenos Aires, no?”. Y se larga la enumeración lacrimosa de las cosas nuestras: el asado con los amigos, el mate en familia, el partido del domingo. De los 70 en adelante violencias sociales y turbulencias financieras crearon una heterogénea multitud de expatriados. Exiliados políticos o emigrados económicos, cruzaba compatriotas donde quiera que fuera. Como en un juego de espejos los nietos y bisnietos de los emigrantes de un siglo atrás se volvieron huespedes de los países de sus ancestros. Reconocía el acento en Madrid, Roma, Barcelona, pero tambien en Jackson Heights y fatalmente en la Rive Gauche y en la Droite. O en bañeros de Hawaii o empleadas de farmacia de Munich. Existe tambien siempre otro tipo de alejamiento, suscitado por motivos cultturales, voluntario y decididamente privado. Edgardo Cozarinsky, autor de ensayos y director de films en los que vuelve a menudo el tema de la distancia, el entrelazado cosmopolita, la circulación de individuos entre Europa y Argentina, lo cuenta asi: “Cuando elegí París, una ciudad de gente en tránsito como pied- à- terre no me sentí nunca como un exiliado sino como alguien que finalmente llega a casa. Revisité Buenos Aires doce años mas tarde y me enamoré de la ciudad que de joven me daba miedo. Ya no necesitaba soportar sus crisis de autoritarismo ni su melancolíia: de madre sofocante se habia vuelto una amante para las vacaciones”. El término de ‘persona en tránsito’ describe perfectamente a aquellos de nosotros para quienes las razones del expatriarse fueron de orden ético, estético y sentimental. Dejé Buenos Aires a los dieciocho años con el pelo rapado a cero por la policía local. Hacia ya un par de años que las comisarías se habían convertido a pesar mío en mis salones de coiffure. Los pocos melenudos en circulación decididamente no gustábamos. Con la intolerable obstinación de los jóvenes cultivávamos signos exteriores de discrepancia, creíamos en el rock, en el ars gratia artis, en la vida bohemia, todos conceptos percibidos con alarma y acidez por la sociedad argentina de entonces, violentamente convencional. Educados según cánones europeos y liberales nos encontrábamos con un país que rechazaba con fuerza esos valores. La Argentina desgraciadamente parece estar hecha de contradicciones similares. Después de diecisiete años de ausencia un día conseguí volver a Buenos Aires con el pelo teñido de rubio como para probar que tenía otros mundos en la cabeza. Me había prometido no poner mas los pies por allá, pero en esos años en una Argentina sobrecargada de ideologías tuvieron lugar tales sinfamias y horrores que mi pequeña historia personal podía ser obviada. Desde entonces respeto la expresion amiga “Anda pero volvé” y voy y vengo con regularidad, con placer, con alegría.
El tema de la idea y vuelta es frecuente entre los porteños. Se trata a menudo de una fantasia liberatoria. Se sulfura el taxista “No se puede vivir mas en este país, yo me rajo, feliz de vos que estás afuera”. Pero inmediatamente se enternecen: “Anda a saber cuanto extrañás Buenos Aires, no?”. Y se larga la enumeración lacrimosa de las cosas nuestras: el asado con los amigos, el mate en familia, el partido del domingo. De los 70 en adelante violencias sociales y turbulencias financieras crearon una heterogénea multitud de expatriados. Exiliados políticos o emigrados económicos, cruzaba compatriotas donde quiera que fuera. Como en un juego de espejos los nietos y bisnietos de los emigrantes de un siglo atrás se volvieron huespedes de los países de sus ancestros. Reconocía el acento en Madrid, Roma, Barcelona, pero tambien en Jackson Heights y fatalmente en la Rive Gauche y en la Droite. O en bañeros de Hawaii o empleadas de farmacia de Munich. Existe tambien siempre otro tipo de alejamiento, suscitado por motivos cultturales, voluntario y decididamente privado. Edgardo Cozarinsky, autor de ensayos y director de films en los que vuelve a menudo el tema de la distancia, el entrelazado cosmopolita, la circulación de individuos entre Europa y Argentina, lo cuenta asi: “Cuando elegí París, una ciudad de gente en tránsito como pied- à- terre no me sentí nunca como un exiliado sino como alguien que finalmente llega a casa. Revisité Buenos Aires doce años mas tarde y me enamoré de la ciudad que de joven me daba miedo. Ya no necesitaba soportar sus crisis de autoritarismo ni su melancolíia: de madre sofocante se habia vuelto una amante para las vacaciones”. El término de ‘persona en tránsito’ describe perfectamente a aquellos de nosotros para quienes las razones del expatriarse fueron de orden ético, estético y sentimental. Dejé Buenos Aires a los dieciocho años con el pelo rapado a cero por la policía local. Hacia ya un par de años que las comisarías se habían convertido a pesar mío en mis salones de coiffure. Los pocos melenudos en circulación decididamente no gustábamos. Con la intolerable obstinación de los jóvenes cultivávamos signos exteriores de discrepancia, creíamos en el rock, en el ars gratia artis, en la vida bohemia, todos conceptos percibidos con alarma y acidez por la sociedad argentina de entonces, violentamente convencional. Educados según cánones europeos y liberales nos encontrábamos con un país que rechazaba con fuerza esos valores. La Argentina desgraciadamente parece estar hecha de contradicciones similares. Después de diecisiete años de ausencia un día conseguí volver a Buenos Aires con el pelo teñido de rubio como para probar que tenía otros mundos en la cabeza. Me había prometido no poner mas los pies por allá, pero en esos años en una Argentina sobrecargada de ideologías tuvieron lugar tales sinfamias y horrores que mi pequeña historia personal podía ser obviada. Desde entonces respeto la expresion amiga “Anda pero volvé” y voy y vengo con regularidad, con placer, con alegría.