Javier Arroyuelo / Un día y después otro

Monday, December 12, 2011

Porteño (1996

Publicado en Correspondencia, nº 1. Buenos Aires, Diciembre 2010.

Vogue Italia, la revista para la que escribo desde hace ya más de veinte años, me pidió, en 1996, un texto sobre Buenos Aires, de donde Bruce Weber de visita había traido una secuencia de fotos en blanco y negro. Entendí que era una ocasión para intentar ver porqué, tras un cuarto de siglo de vida en capitales del hemisferio norte, esta ciudad (donde ahora era casi un extranjero) seguía seduciénome. En muchas de sus circunstancias y en muchas de sus calles, la Buenos Aires de hoy (donde ahora soy un casi argentino) se me aparece muy diversa- tanto que a veces me choca- de la que describí hace catorce años. Pero ese es otro relato – que queda por hacer.

El viaje al sur del sur no deja nunca de sorprenderme. Más allá de la duracion extraordinaria lo vuelven irreal los cambios de hora y de fecha, el  vuelco de hemisferios y de estaciones. Luego, ya llegado a aquel pais remoto, me golpean la fuerza de la luz, la amplitud de los espacios.

Llamada en clave kitsch la Reina del Plata, Buenos Aires se alza en la otra extremidad del planeta, con los signos de estilo de una metrópolis occidental junto a los sintomas de la penuria latino-americana. El exhibicionismo consumista cohabita con estadios graduales de pobreza. A lo largo de la autopista que sale del aeropuerto, a las imágenes tercermundistas -racimos de viviendas  precarias,  grupos de gente que camina por la linea media, pintadas multicolores sobre puentes y muros, incluso de propaganda oficialista- sucede el amplio panorama de la ciudad que ocupa el horizonte entero. Capital de un país al que vuelve la espalda,  Buenos Aires concentra todos los poderes – político, económico y mediático – del país y hospeda, incluidos sus suburbios y áreas vecinas, más de un tercio de la entera población argentina, es decir 12 millones de personas actuando todos los roles de la tragicomedia urbana. 

Nada de Club-Meds, nada de escuelas de samba, nada de extrañas ruinas con vistas a un mar color zafiro. Los turistas en búsqueda de tropicos felices, abren grande los ojos. Con escasas imágenes tipicas para ofrecer, las tarjetas postales en venta en Buenos Aires, muestran rascacielos contra un fondo rabiosamente azul, una pareja que baila el tango. Los visitantes no corren el riesgo de ser encandilados por el exotismo.

El encanto de la ciudad se manifiesta gradualmente, por acumulación de detalles patentemente urbanos; le gustará a quien ama las grandes ciudades tal como las imaginara el urbanismo europeo, con un centro agitado y ruidoso y la secuencia de los barrios con sus diversos matices sociales.  
Anchas calles interminables con muros de ladrillo y atmósfera de film policial. Paisajes industriales caducos que han adquirido la dignidad y la reserva enigmática de lo antiguo. Modestas esquinas de barrio donde el cielo se hace vertiginoso por encima de las casas de un solo piso. Y la sombra frecuente: pareciera que cualquier especie vegetal crece con furia en el suelo de la “pampa húmeda”. Calles, parques y plazas dejan adivinar la llanura que se extiende alrededor de la ciudad. Lapacho, jacarandá, ombú, palo borracho, tipa, ybirá-pitá, me gusta repetir como una letanía los nombres generosos de los árboles argentinos.

“Misteriosa”y “secreta” son adjetivos a menudo aplicados a una ciudad que mantiene relaciones clandestinas con su propia historia y que practica la automutilación como curiosisima variante del narcisismo. En este siglo que se acaba, una suerte de vocación nacional de grandeza fue siendo puntualmente desmentida por las circunstancias históricas: se pueden leer las calles de Buenos Aires, toda un collage de referencias estilísticas, como un resumen de las ambiciones de las clases dirigentes  argentinas y de las frustraciones de los demás. 
En una época se importaban de Europa todos los lujos y suntuosidades; es más, se consideraba un deber  hacerlo ya que el imperio español no habia distribuído en su colonia mas remota las mismas bellezas arquitectónicas que en Méjico o Perú. El estillo criollo, de sobrias raíces rurales andaluzas con algun toque italianizante y todas las virtudes de la simplicidad, no sedujo nunca a las generaciones iniciales de nuevos ricos, la autoproclamada aristocracia, que definieron la idea de glamour en la Argentina. La Buenos Aires fastuosa data de la Belle Époque. Sobrevivientes del sueño de una clase elitaria que construía barrios enteros sobre el modelo de las fabourg parisinos elegantes, quedan  bellas huellas, palacios y hôtels particuliers transformados hoy en embajadas, hoteles de lujo, clinicas privadas. Aunque fiel, la copia provoca efectos ligeramente alucinantes; bajo los cielos de este sur, espaciosos y vívidos, la piedra neoclásica,  por otra parte vista con la mirada de aquel incio del siglo, es decir doblemente en off-side, asume tonos impensados, sorprendentes. En otros vestigios de la edad del esplendor, uno se encuentra aquí con España allí con Italia; apenas accedia a un buen pasar cada grupo de inmigrantes erigía sus monumentos y sus grandes residencias en una imperiosa mudanza emocional.

Hasta el final de los años 40 la prosperidad argentina y la manía europeizante coincidieron con grandes momentos estéticos e hicieron de la ciudad una bella vitrina, arrogante, chic y muy improbable. André Malraux la describió como “la capital de un imperio inexistente”. La idea de “modernidad” – y sobre todo la idea de no encontrarse de repente “pasasdo de moda”- parece haber obsesionado a cada generación. Desafortunadamente antes de incorporar lo nuevo se demolió literalmente y sistemáticamente el pasado: nada de sedimentaciones, nada de memoria colectiva. El panache, los refinamientos hay que buscarlos sobre todo en los libros y las revistas viejas de más de 50 años legitimizados por el blanco y negro. 
Hoy, desquiciados los valores primordiales por el frenesi consumista y las crisis en cadena, cosas sutiles, delicadas como la elegancia se vuelven superfluas, irrelevantes. Los neo- vulgares llegados a los puestos de comando tienen la mirada fija en el American Dream. Su ciudad ideal es una mezcla contra natura de chalets con jardincito y de tremendas torres a la Blade Runner. Sorprende entonces y conmueve que Buenos Aires, en pleno proceso de acelerada posmodernizacion, consiga conservar un alma a pesar de todo, que aún le de a uno la posibilidad de cultivar la nostalgia de la nostalgia, que se permita hacer su estilo a partir de un patchwork

De sus orígenes portuarios Buenos Aires conserva una identidad semantica: los de aquí somos los “porteños”. Digo somos porque al escribir sobre Buenos Aires es inútil que finja una distancia objetiva, imposible que me abstenga de usar la primera persona; se trata de una experiencia íintima e intrincada. El habla porteña es colorida y fértil. Entre ingenioso y displicente, el tono porteño es inconfundible. No hace burbujas ni espuma sino que se establece en el paladar como los vinos tinto corposos. Privilegia las vocales abiertas que alarga, que acuesta casi, con languidez aunque al mismo tiempo la cadencia es vivaz, urbana. Calculadamente seductor está impregnado de tonos y sonidos italianos (universal el chau) que suavizan la densidad del castellano. Ademas remodela en el mismo sentido los pronombres y las formas tradicionales. Tu eres se hace vos sos. Prevalece la informalidad: te trata de vos prácticamente todo el mundo. El idioma de hecho no hace sino confirmar la inmediatez prevalente en las relaciones cotidianas.

Los porteños están convencidos de tener el don de la amistad y dicen hacer de ella una suerte de culto. En una sociedad en perpetuo equilibrio entre triunfo y desastre, donde las pulsiones de autoritiarismo están siempre presentes, las amistades, intensas tambien en su duracion, se mantienen como una certeza, a veces la única. Cuando llego de París, donde las constricciones del bon ton no autorizan desbordes, me encuentro a menudo inhibido, sorprendido ante la desenvoltura, la expansividad con la que entre amigos se toca cualquier tema, incluso y sobre todo privado. Pero tal vez mas importante que los discursos es el tiempo mismo que los porteños dedican a estar juntos; gran, enfático tráfico de afectos en torno a las mesas de bares y restaurantes, confidencias telefónicas que alcanzan duraciones dignos del Guinness Book, charlas de sobremesa que se prolongan hasta el alba.

Todos en Buenos Aires tienen  un sobrenombre, para nada restringido a la intimidad familiar. Es más, se aprende enseguida a identificar a los personajes públicos por el sobrenombre – simpático, tonto o cruel que llevan de toda la vida. El jefe de la izquierda parlamentaria es el Chacho;, el ministro de la economia, el Mingo. Triunfa el apócope: las Gracielas se hacen Gra, los Marcelos Marce. Me cansé de contar las Silvi, los Ale, las Flor, las pero tambien los Gaby, Andy, Pato y así sucesivamente. Los diminutivos tienen larga vida: un tal Adolfito ya pasó los 90. El pelo oscuro basta para ser el Negro, mientras que los ojos celestes acarrean el mote de Polaco. Recibo en mi contestador automático mensaje de diferentes Chichita, Tati, Titi, Ara, Beba, Baby, Ceci, Chichi, Chuchi y así hasta el final del alfabeto. Sin la distancia irónica característica de los porteños tanta familiaridad sumada a tanta extroversión se volverían  pegajosas. El mundo del fútbol, la más obvia expresión del espíritu popular, revela una fértil fantasía en el uso de los sobrenombres. Sin los códigos de acceso debidamente actualizados, resulta surealista seguir las transmisiones radiales del domingo por la tarde; se escucha solo hablar del Morrón, el Tiburón, el Patrulla, el Toro, el Avión, el Tigre, el Gallo, el Pájaro, la Chancha, el Cuervo, el Piojo, el Mago e, irresistible, el Vitamina,  un jugador flaco como un palo.

Un agudo sentido del humor se revela necesario para navegar entre las asperezas y las convulsiones de un sistema que produce por lo menos un escándalo por semana. Corrupción, negociados, gran variedad de mugres, la actualidad política se parece cada vez mas a un horrible guión en el que caben  todos los esterotipos bananeros.

Los productos de base de la posmodernidad –la política show, la tv knock out, la prensa basura, la cultura del siemprejoven – prosperan aquí con alarmante exhuberancia. Su condicion periférica y dependiente, la distancia verificable entre Buenos Aires y las que Buenos Aires considera sedes centrales de lo real – los Estados Unidos en primera lugar, luego Europa – hacen que que se agranden, se exageren todos los emblemas de lo contemporáneo, como para compensar la fosa de los husos horarios, la disparidad esencial. La Buenos Aires de los años 90 aparece hiperrealista. En un contexto de obvias desigualdades el brillo y la levedad de la cultura pop resultan particularmente insultantes. Odiosa también la desbocada ostentación del regimen menemista que cultiva el estilo Faruk XIV. La mano del cirujano ha trabajado un montón sobre cada cara célebre, comenzando por la del pintoresco Presidente de la República. Cuando las estrellas de la tv local, todas equipadas de imprescindible melena rubia, inauguran el enésimo lifting las revistas-basura expiden envíiados especiales en busca de entrevistas exclusivas desde la clínica en Suiza.

Los porteños tienen la manía de la belleza física que clasifican según cánones extremadamente restrictivos. En los últimos años esta fijación ha tomado proporciones inquietantes. En el país de la mejor carne la subcultura del gimnasio, se combina demasiado perfectamente con un gusto bastante marcado por al exteriorización. Estadística porteña: en apenas una semana 600 articulos y entrevistas fueron consagrados a las top model nacionales y a su mundo “fabuloso”. Se tiende a confundir savoir vivre con se voir vivre. Los ojos constatan sin embargo que la gente es bella en serio; las confluencias inmigratorias crearon aquí una variedad muy atractiva de tipos humanos. En las carniceríias el lomo es el corte más tierno, el mas apreciado y naturalmente el mas caro. En el crudo lenguaje cotidiano, alimentado y estimulado por una television chabacana, lomo pasó a significar la conjunción de la belleza y del sex appeal unido. “Esta mina tiene buen lomo”,  “Aquel pibe tiene un lomo bestial”: así podría comenzar un curso Berlitz actualizado de dialecto porteño, prosiguiendo con un vocabulario que debería incluir la cola, las lolas, la facha.

Las calles están llenas de mensajes sexuales. Raramente he visto jeans más ajustados, minifaldas más sucintas, cuerpos más perfidamente ofrecidos en espectáculo. No es difícil imaginar detrás de tanta teatralidad, en vez de desprejuicio un culto supersticioso y vehemente de la cosa erótica. Se podría argumentar que la estilización del deseo constituye una tradición porteña; después de todo, las figuras del tango no son sino una representación sofisticada del acto sexual. Pero la actitud descarada  de hoy no tiende a la seducción, es solo erotismo consumista de pasarela impulsada no por una vieja milonga, sino por el monótono caleidoscopio de MTV.

Hay que ir a ver Buenos Aires antes que la avidez inmobiliaria la haya transformado en un pálido suburbio de Miami. Desafortunadamente, la ciudad mitificada por Borges no existe más, pero es aún posible efectuar la debida peregrinación reconociendo muchos de sus lugares. Para quien viaja por el gusto de encontrar gente y encontrar vidas, Buenos Aires se presenta como una destinación ideal. Me gusta creer que aquí subsisten, bastante reconocibles, la hospitalidad, la cordialidad, lo convivial. Como provisorio adiós te dicen “Hasta luego” y agregan “Anda pero volvé”. 
El tema de la idea y vuelta es frecuente entre los porteños. Se trata a menudo de una fantasia liberatoria. Se sulfura el taxista “No se puede vivir mas en este país, yo me rajo, feliz de vos que estás afuera”. Pero inmediatamente se enternecen: “Anda a saber cuanto extrañás Buenos Aires, no?”. Y se larga la enumeración lacrimosa de las cosas nuestras: el asado con los amigos, el mate en familia, el partido del domingo.  De los 70 en adelante violencias sociales y turbulencias financieras crearon una heterogénea multitud de expatriados. Exiliados políticos o emigrados económicos, cruzaba compatriotas donde quiera que fuera. Como en un juego de espejos los nietos y bisnietos de los emigrantes de un siglo atrás se volvieron huespedes de los países de sus ancestros. Reconocía el acento en Madrid, Roma, Barcelona, pero tambien en Jackson Heights y fatalmente en la Rive Gauche y en la Droite. O en bañeros de Hawaii o empleadas de farmacia de Munich. Existe tambien siempre otro tipo de alejamiento, suscitado por motivos cultturales, voluntario y decididamente privado. Edgardo Cozarinsky, autor de ensayos y director de films en los que vuelve a menudo el tema de la distancia, el entrelazado cosmopolita, la circulación de  individuos entre Europa y Argentina, lo cuenta asi: “Cuando elegí París, una ciudad de gente en tránsito como pied- à- terre no me sentí nunca como un exiliado sino como alguien que finalmente llega a casa. Revisité Buenos Aires doce años mas tarde y me enamoré de la ciudad que de joven me daba miedo. Ya no necesitaba soportar sus crisis de autoritarismo ni su melancolíia: de madre sofocante se habia vuelto una amante para las vacaciones”. El término de ‘persona en tránsito’ describe perfectamente a aquellos de nosotros para quienes las razones del expatriarse fueron de orden ético, estético y sentimental. Dejé Buenos Aires a los dieciocho años con el pelo rapado a cero por la policía local. Hacia ya un par de años que las comisarías se habían convertido a pesar mío en mis salones de coiffure. Los pocos melenudos en circulación decididamente no gustábamos. Con la intolerable obstinación de los jóvenes cultivávamos signos exteriores de discrepancia, creíamos en el rock, en el ars gratia artis, en la vida bohemia, todos conceptos percibidos con alarma y acidez por la sociedad argentina de entonces, violentamente convencional. Educados según cánones europeos y liberales nos encontrábamos con un país que rechazaba con fuerza esos valores. La Argentina desgraciadamente parece estar hecha de contradicciones similares. Después de diecisiete años de ausencia un día conseguí volver a Buenos Aires con el pelo teñido de rubio como para probar que tenía otros mundos en la cabeza. Me había prometido no poner mas los pies por allá, pero en esos años en una Argentina sobrecargada de ideologías tuvieron lugar tales sinfamias y horrores que mi pequeña historia personal podía ser obviada. Desde entonces respeto la expresion amiga “Anda pero volvé” y voy y vengo con regularidad, con placer, con alegría.


Elogio de la burbuja



Bien lejos de los artificios de Hollywood, la de Marlon Brando era un atolón de la Polinesia, uno de esos fascinantes anillos de corales que llevan engastada una laguna marina de un azul irreprochable. En cambio, para proteger su locura de la locura del mundo, Howard Hughes, el legendario multimillonario afligido de fobias y manías de alto grado, elegía el último piso de los más lujosos hoteles de Acapulco, Beverly Hills, Las Vegas, Londres Managua o Nassau, que en general compraba para garantizarse un confort absoluto sin salir de ellos más que para ir al aeropuerto.
Pero la opulencia sin barreras no es un requisito imprescindible para  acceder a la burbuja propia. Es más, en la materia la sencillez se revela a menudo muy propicia: no hay burbuja más fiable que la que pasa desapercibida. Hablo por experiencia. El tema me ocupa de toda la vida. Inicié temprano a deslizarme y domiciliarme en esos otros espacios, reales por obra de la imaginación, que aparecen por entre las fisuras de lo cotidiano. Bastaba abrir un libro para entrar en una de esas esferas y quedarme allí adentro mañanas y tardes enteras. Por mandato del calendario escolar, fines de semana y veranos eran los momentos más propicios, lo que hace hoy su recuerdo doblemente placentero.
Mi cuarto de chico, una habitación de servicio alta sobre un patio emparrado, fuera del circuito de circulación de la casa, fue mi burbuja primal. Allí, entre música y libros y complicidades fui creando sin saberlo mi propio modo de estar en la Tierra sin que los otros terráqueos interfirieran demasiado.
Salido de la adolescencia y ya en París hubo un cuarto de planta baja a la calle en un hotel estudiantil, hoy ido, donde al favor de las sucesivas lluvias de primavera, verano y otoño y de los precios amistosos de las librerías de viejo del Qusrtier Latin pude mejorar el método para evadirme sin desvanecerme. La inmediatez de la vereda permitía que entre un párrafo y otro viera desfilar muchachos, de pelo largo en aquells época. En un quinto piso por escalera a metros de la Place de la Concorde pasé veinte bellos años aprendiendo que llevarse razonablemente bien con uno mismo y poder pasar sin problemas días enteros en nuestra propia compañía ( más la de France Culture y France Musique, claro ) era al fin y al cabo una cualidad ventajosa.
A medida que uno suma décadas, la necesidad de un escondite con vista a la vida se hace cada vez más aguda, ya que se confirma el abusado dicho de Sartre, l’enfer c’est les autres. Es entonces que se vuelve urgente procurarse el oasis tan deseado en medio del caos metropolitano.
La compra de un domicilio fijo y los procedimientos subsiguientes constituyen para el amateur de burbujas un verdadero padecimiento. La elección de un espacio concreto, tangible, medible, amueblable y alfombrable –la über-burbuja- inaugura interminables secuencias de dilemas, desengaños, desalientos. Seguramente, se dice uno, en algún punto el planeta habrá un piso con terraza, un rancho feliz o un enchanted cottage del que baste cruzar el umbral para olvidar las penas del mundo. Pero no existe un GPS que localize burbujas. Por otra parte hay que tener presente que la idea de burbuja, esencia platónica de residencia si las hay, no cruzó jamás la mente de ningún agente inmobiliario. Es inútil que uno intente, en una crisis aguda de ingenuidad, revelarles el íntimo anhelo. Ellos no están programados para registrar el pedido. Que uno quiera escapar del ruido y el furor urbanos sin resignarse no obstante a irse a vivir a dos mil cuadras del Teatro Colón les parece un despropósito, en particular si –tal mi caso- la suma a disposición no desparrama ceros.  
Por cierto la tentación pastoral existe. Esfumarse del otro lado del horizonte en algún remoto, ignoto paraíso pampeano. Pero viene entonces a la memoria la réplica de Max Jacob:  «¿El campo? ¿Ese lugar donde los pollos se pasean crudos?».
Surge a cambio, menos extrema y por cierto más fotogénica,  la opción de la burbuja serrana: algo chic y despojado, la Provence, l’Umbria, la Córdoba más secreta. Pero las distancias, pero las rutas, pero los horarios de los trenes - o más arduo, su inexistencia.
Ni soñar con algún punto marítimo, condenados todos a la alternancia entre la baraúnda bronceada de la temporada y el elitismo forzado del desamparo invernal. Es el caso de Venecia, que si no existiera el turismo ( y si noe xistiera el euro) sería la burbuja perfecta.
En la montaña sobran nieves; en el Delta, mosquitos.
Cuando resulta imposible –física y mentalmente- renunciar  a la deslumbrante anarquía de la gran ciudad, lo saludable es perfeccionar una burbuja donde acudir, cuando los el díase deshace en el polvo, para darse a la lectura, la meditación, la cocina, el erotismo.
Final feliz: yo busqué y encontré en esta Buenos Aires imposible una burbuja humildísima, pero muy cerca de una estación de subte, donde bajo la guía muda de dos gatas –sin gatos no hay burbuja- y entre plantas y páginas y pantallas y melodías vivo como me parece y compongo su elogio.

 Barzón  Nº 20, Octubre 2011

Audrey Hepburn

True myths bear powerful emblems: Paris and its Eiffel Tower, Audrey Hepburn and one black evening dress. Floor length, worn with ropes of fat pearls, a tiara and long black gloves, it's the outfit in which she appears in the opening scene of Breakfast at Tiffany's, a recurring reference for the highest style both in the fashion world and among the public at large ever since the movie was released almost fifty years ago.

Yet it's only a token of the myriad of memorable looks that turned Hepburn into one of the most dashing movie stars ever. Her intense fifteen years of Hollywood preeminence, from early Fifties to late Sixties, coincided and entwined with a significant moment in fashion, as the lofty codes of the haute couture had to yield to a new, refreshing, youth-driven wave of change. Besides the suitable age,
Hepburn had the exact right mix of attributes required then and there: she appeared both dainty and dandy, relaxed and sophisticated. There was not - and there isn't yet - any other star, or fashion icon for that matter, gifted with an equal seemingly effortless elegance while capable at the same time of such a wide, genuine smile as hers.

For her second Hollywood movie,
Sabrina, she had chosen to be dressed by Hubert de Givenchy. From then on, this quintessential French gentleman was to be her couturier, onscreen and off - a perfect match, as time (and that black dress) confirmed. Half British, half Dutch, Audrey embodied the chic of Paris, not only in movies like Funny Face and Charade, but also in the pages of Vogue, in still-quoted previews of the Givenchy collections or in sassy roundups of French ready-to-wear.

Why, after all she had been discovered in Montecarlo by none other than Colette. Sitting in her wheelchair, the grand femme de lettres knew that the pretty nineteen years old walking through the lobby of the Hôtel de Paris would be "a very good Gigi". As chance would have it, the girl - admired for her "French chic, buoyancy and spirit" - was a budding English-speaking actress while the Broadway production of Gigi was lacking only its protagonist. It was a most promising start.


But of course fabulous women like Audrey Hepburn don't happen by chance. Disciplined and refined, she possessed most of all a beautiful soul and a tender heart. In her final years, as a devoted ambassador for Unicef, she traveled to the poorest countries to effectively help children in desperate need. Her last screen role had been that of an angel.


Published 05/31/2010

Audrey Hepburn.

I veri miti generano emblemi potenti: Parigi e la sua Tour Eiffel, Audrey Hepburn e un certo abito da sera nero. Lungo, portato con cinque fili di grandi perle, una tiara e dei lunghi guanti neri, è il modello con cui lei appare nella scena che apre "Breakfast at Tiffany's", un punto di riferimento ricorrente in termini di stile tanto nel mondo della moda quanto per il pubblico in generale fin dall'uscita del film, quasi mezzo secolo fa.


Eppure questo è soltanto un esempio della miriade di look memorabili che fecero di Audrey Hepburn una delle più affascinanti star della storia del cinema. I suoi intensi quindici anni in cima alle gerarchie di Hollywood, dai primi anni Cinquanta fino alla seconda metà dei Sessanta, coincisero e s'intrecciarono con un momento molto significativo della moda, quando le norme altere della haute couture dovettero cedere a una nuova e frizzante ondata di cambiamenti spinta dai giovani.


Oltre all'età giusta, Audrey possedeva anche l'esatta combinazione di attributi richiesti allora: era raffinata e dandy, distinta e distesa. Non c'era - e non c'è ancora - nessuna altra star, nel cinema come pure nella moda, dotata di una uguale eleganza, portata apparentemente senza sforzo, e capace al contempo di un sorriso ampio e genuino come il suo.


Per il suo secondo film a  Hollywood, Sabrina, scelse di essere vestita da Hubert de Givenchy. Da allora, fu lui il suo couturier, sullo schermo e nella vita, una congiunzione perfetta, confermata dal tempo oltre che da quell'abito da sera nero. Metà inglese, metà olandese, Audrey incarnò lo chic di Parigi non soltanto in film quali Funny Face e Charade, ma ancora sulle pagine di Vogue, in anteprime sempre attuali delle collezioni di Givenchy, oppure in spiritosi riassunti del prêt-à-porter francese.


Dopo tutto, a scoprirla a Montecarlo era stata nientemeno che Colette. Seduta nella sua sedia a rotelle, la grande femme de lettres seppe subito che la dicianovenne carina che attraversava l'ingresso del Hôtel de Paris sarebbe stata "a very good Gigi".  Guarda caso, la ragazza - apprezzata per "buonumore, vivacità e chic francese" - era un'esordiente attrice inglese, e alla produzione di Gigi a Broadway mancava ancora e soltanto la protagonista. Fu un avvio davvero promettente.


Ma donne favolose come Audrey Hepburn non esistono per caso, o per un colpo di fortuna. Disciplinata e colta, lei possedeva innanzitutto un'anima bella e un cuore tenero. Nei suoi ultimi anni, percorse come impegnatissima ambasciatrice per l'Unicef i paesi più poveri del pianeta, aiutando di maniera concreta i bambini nel più disperato bisogno. Il suo ultimo ruolo nel cinema era stato quello di un angelo.

Pubblicato 31 Maggio 2010

Javier Arroyuelo por Gabriel Orqueda / Rolling Stone,  Argentina, Septiembre 2011

De fundar el sello que editó a Manal, Miguel Abuelo, Moris y Vox Dei en su adolescencia, a la primera fila de la moda desde los círculos de Karl Lagerfeld, Yves Saint-Laurent, Andy Warhol y Paloma Picasso. El argentino que mejor conoce la industria está de vuelta en Buenos Aires para dar cátedra.
“A mí me encantaban los Manal porque eran una mezcla de sofisticación musical y low life traducida en música potente, con momentos rústicos. La batería de Javier Martínez y su voz trasnochada. Tan joven y una ronquera ya tan lograda… tenían letras sin pretensión alguna. Muy directas, sin vueltas ni adornos”. Así recuerda Javier Arroyuelo al primer lanzamiento de Mandioca, el sello que fundó en el 68 junto a Jorge Álvarez, Pedro Pujó y Rafael López Sánchez Cambil cuando tenía sólo 17 años. Es un punto de partida engañoso para contar su historia. Casi anecdótico, en comparación con su trayectoria total, como escritor para Vogue Francia, Vogue Italia, Interview y Vanity Fair, entre muchas otras publicaciones. Pero ese delirio que buscaba “transformar San Telmo en una suerte de Greenwich Village, forzar la aparición de un barrio joven, creativo” fue el comienzo de la serie de sucesos que lo llevaron a ser uno de los testigos privilegiados de los últimos 40 años de industria de la moda. O más bien el fin de ese sueño. Eran los mentados años del Di Tella y Javier, un intelectual autodidacta con el secundario incompleto, interesado en el cine y la literatura, también tenía escrita su primera obra, Goddess, interpretada por el Grupo Tsé, que era un era un éxito teatral que unía Buenos Aires con París. Javier no dudó y cedió su parte en Mandioca –que quebró al poco tiempo- a cambio de un boleto de avión a Europa.  Ya en Paris su segunda obra L'Histoire du Théàtre (porque puede escribir en español, inglés, francés e italiano) tuvo entre sus espectadores al célebre Yves Saint Laurent y su círculo, que incluía a Karl Lagerfeld (por entonces diseñador de Chloé), con quién entabló una amistad. Karl convenció a Javier de que tenía que escribir en Vogue. Era para un número especial a cargo de su ídola Marlene Dietrich, así que no pudo decir que no.  “Mis intereses siempre fueron literatura y cine. Pero a partir de ahí la moda fue un buen pretexto para escribir y contar el mundo. La moda siempre me había encantado,  y en el cine y la literatura es esencial. Pero no es la moda en sí lo que me fascina, sino lo que la gente y la sociedad dan a leer de sí vistiéndose”.
Para cuando llegaron los 80 Javier ya había pasado años escribiendo sobre, arte, espectáculos y moda para Vogue Paris, y contribuyendo con la Interview de Andy Warhol. “La moda se había puesto de moda. Estaba entre Paris y New York y hacía una columna que se llamaba Out in Paris. Todos los que pasábamos cerca de Andy y de la Factory, y que podíamos más o menos escribir, contribuíamos a esa revista.”
La carrera de Javier continuó como asesor de la marca de Paloma Picasso y columnista de Vogue Italia  y L’uomo Vogue, dónde todavía firma. En 2002, poco antes de su regreso a Buenos Aires, escribió el homónimo del diseñador italiano Roberto Cavalli (editado por Assouline). Dice que su carrera como autor de teatro está trunca hoy porque le cuesta imaginar a su lector ideal, algo que aparece fácilmente cuando escribe para revistas y también en los cursos sobre historia y análisis de la moda, que comenzó a dictar el año pasado en la Alianza Francesa (y ahora da en la agencia Civiles). “Los cursos me ponen en contacto con toda una generación muy atractiva en su modo de comportarse, de pensar. Siempre me pregunté quién me leía y cómo lo interpretaba.”
Noel Romero, diseñadora y creadora de AY Not Dead, que asistió las clases de la Alianza, dice: “Javier es un intelectual de la moda: un escritor y relator exquisito, muy serio y al mismo tiempo comiquísimo. No sólo tiene una data histórica, literaria y filosófica de la moda. Javier estuvo ahí: vio la colección que te imagines. Comió con Valentino, y conoció a Lagerfeld cuando era un desconocido, los cuentos son infinitos. Aprendí muchísimo. Es mi ídolo”.