Acerca de Balenciaga
Dado que la moda se inscribe en la vida y en consecuencia es transitoria y dado que un vestido
adquiere un sentido pleno solo cuando entra en contacto con las pulsaciones de
un cuerpo vivo, las exposiciones consagradas a la obra de los couturiers son
raramente satisfactorias; demasiado estáticas transforman en remoto aún el
pasado más cercano. Las creaciones de Cristóbal Balenciaga (1895-1972) están
entre aquellas, notables, que escapan a esta regla. Por un lado la inteligencia
que ha intervenido en su construcción –ya que de construcción se trata - hace
de ellas formas autónomas. Podemos apreciarlas como hacemos con los objetos de
arte por sus cualidades formales, independientemente de su función
vestimentaria original. Pero además Balenciaga
poseía una cultura visual y una percepción muy agudas y había elegido asumir
una herencia estética muy precisa, ibérica y aristocrática. Todo ello sumado da
a sus creaciones una atemporalidad poco usual en las esferas de la moda y los
trajes.
En Balenciaga, entonces, el indumento trasciende su rol y se lo puede
admirar como entidad artística durable. Diana Vreeland lo había comprendido a
la perfección en sus comienzos como fashion
consultant del Museo Metropolitano de New York. Intuimos que no fue solamente
para rendir el debido homenaje, un año apenas después de la muerte del maestro,
que presentó una amplia retrospectiva. La calidad de la obra y sus alcances justificaban con creces que la moda fuera
entronizada en el espacio exclusivo de la alta cultura.
Parece probable que glorias tales y la lectura admirada qie hacemos hoy
de su trabajo no hubieran conmovido especialmente o siquiera interesado a Cristóbal
Balenciaga. Después de todo él vivió toda su vida en un mundo y una cultura
donde nunca estuvo de moda incorporar la moda al museo. Como sucede con otros nombres históricos
de la moda que regresan con ímpetu al escenario de la actualidad es necesario
medir la distancia real que nos separa del sistema de valores del que formaba
parte la moda de Balenciaga y del cual era una magnífica representación.
Ahora en este 2006 el nombre de la maison
es nuevamente conjugado en tiempo presente. Mientras la prensa pone por las
nubes las colecciones de la marca, ahora dirigida por Nicolas Ghesquière, el
pasado fabuloso de Balenciaga nos habrá sido revelado otra vez no en una sino
en dos muestras, ambas en París. La primera,
íntima, concisa pero luminosa, tuvo lugar esta primavera en el antiguo hôtel particulier de la Condesa Mona
Bismarck, hoy sede de la fundación que lleva su nombre. El título de la muestra,
“Perfection Partagée”, no podía ser
mas certero. A través de apenas una veintena de modelos nos es dado descubrir
los caminos de la búsqueda del bello absoluto,
compartida por la grande dame que fue
la Bismarck, que los lucía, y por el grand
couturier, Balenciaga, que los creaba siguiendo obviamente las inclinaciones
de la clienta dilecta. No es casualidad que el recorrido haya sido ideado y
curado por Hubert de Givenchy, grand
couturier él también y genuino discípulo espiritual de Balenciaga y también,
como es natural, sabio conocedor en el tema de las negociaciones entre el gusto,
las necesidades y los caprichos de una mujer de alto estilo y el temperamento y
las opciones de un creador.
La segunda muestra, mucho más vasta, ocupará el Musée de la Mode, en el área
del Louvre, de julio 2006 a enero 2007. 160 piezas retrazan según un doble orden
-cronológico y temático- la obra de Balenciaga, con una prolongación en el
presente bajo la forma de comentarios visuales a cargo de Nicolas Ghesquière.
Extrañamente, inexplicablemente, es la primera vez que París lo celebra,
treinta y cuatro años después de New York. Pero el momento no podía realmente
ser más oportuno. Será benéfico para nuestro tiempo, gobernado por la fragmentación
dispar del gusto, el cotejarse con una idea estricta de la moda cual la de
Balenciaga, volcada en prendas de sobriedad ejemplar (aún en el lujo) y de
máxima exigencia, donde la imaginación y el gusto de la fastuosidad se
encuentran perfectamente bajo control aún en el mínimo detalle.
Comprensiblemente entusiasmados por la genuina apparencia de actualidad de
muchos de sus atuendos, hay quienes no vacilan en calificar a Balenciaga de ‘moderno’.
El adjetivo parece errado. La verdad es que de entre los temperamentos que inventaron
la moda tal como nosotros la hemos recibido y que incluyen a Madame Vionnet, Elsa
Schiapparelli y Christian Dior, Chanel, la eterna rebelde, fue la única a quien
la modernidad preocupó verdaderamente en todos los puntos de su itinerario.
Balenciaga había nacido en 1895 en el País
Vasco y crecido bajo el reino de Alfonso XIII, marcado violentamente por las
tensiones creadas justamente por una más que necesaria modernización de la
España de entonces. Pero él parece haber
sido poco adepto a las revoluciones. Tenía una decidida predilección por la
grandeza histórica cuando ésta se traduce en grandes episodios visuales y parece
haberse impregnado muy específicamente de Renacimiento y de Barroco españoles.
Tenía también una no menos afirmada admiración por las aristocracias.
Podemos
arriesgar que Balenciaga era habsbúrguico.
Viene de allí el rigor de sus construcciones, por el que
consigue hacer pasar el boato implícito en el uso de telas densas y de ornamentaciones
importantes en necesidades elementarias.
Viene de allí la severidad con que
resuelve los volúmenes, del Plateresco y
de las formas que le reveló Velázquez pero que la mirada contemporánea tiende a
identificar con Brancusi y con las búsquedas espaciales de la escultura del siglo
XX.
Viene de allí el amor por el negro, color fetiche de la más rancia y severa
elegancia española, aquella misma que provocó el estupor maravillado del Duque
de Saint Simon, pero que los mismos observadores de hoy interpretan como audacia vanguardista.
Viene de
allí la convicción de que cuaquier mujer puede aparecer bella si aspira al
distanciamento y consigue transmitirlo en su allure,
en su estampa, con tantos abrigos de alta teatralidad, majestuosamente
geométricos, ya sea en la nitídez cuadrangular, cortados con voluntad
arquitectural, ya sea en la plenitud de la redondez, drapeados con gracia y
sabiduría.
Y para reforzar este ideal patricio de una femineidad puesta sobre
un pedestal, de un porte eminentemente noble, Balenciaga inventa o retoma de la historia
detalles audaces como los inmensos cuellos de chaquetas y abrigos que crean la
ilusión de un cuello de cisne o la proporción 7/8, que favorece la estilización
de la silueta.
Balenciaga fue un verdadero revolucionario pero paradojalmente no por
vocación iconoclasta sino porque buscaba establecer con la fuerza que da el
saberse autorizado un régimen de elegancia sin concesiones. La mujer elegante para
quien Balenciaga concebía sus prodigios ya no existe. Fue cancelada por la ola
cultural de los años Sesenta, que al llegar a París bajo la forma de la
explosión del 68 lo convenció de cerrar su maison y de retirarse en aquella España donde comenzaba a
extinguirse el franquismo, que él había vestido.
Nicolas Ghesquière no había nacido todavía. Puede entonces retomar con la
mayor naturalidad –uno diría: sin darse verdaderamente
cuenta- la magnífica herencia de Balenciaga en un contexto cultural y social
que el viejo maestro no hubiera podido ni querido reconocer. Pionero del nuevo estilo
globalizado de la moda, en perfecta consonancia con el espíritu de ‘fusion’ y de ‘mix’ de nuestra época, Ghesquière consiguió
conciliar el aura de la maison con las vibraciones del momento. Lo suyo es la moda de hoy, hecha para ser llevada. Lo de Balenciaga fue creación hecha para ser aplaudida - sus contemporáneos Christian Dior y Coco Chanel declaraban públicamente su admiración por él. Las privilegiadas que fueron sus clientas hablaban de una experiencia única, en particular por la sensualidad que inducían esas prendas en cuya construcción entraba la necesidad de acariciar el cuerpo de quienes las llevaban. Una sensualidad íntima e intransferible, es decir secreta y egoísta - lo cual vale como descripción de toda la alta costura genuina.
©Javier Arroyuelo 2007 - 2013