Javier Arroyuelo / Un día y después otro

Sunday, April 5, 2009

Sex Shop


Lo sexy acecha a la vuelta de la esquina, el erotismo se nos ha metido por los ojos: hace ya décadas que todo lo que estimula el deseo sensual pasó a ser parte integrante de nuestro paisaje visual cotidiano. Las revistas, los afiches callejeros, las pantallas de cine, las páginas de la Internet y hasta el televisor del living han ido albergando gradualmente situaciones cada vez más escabrosas, textos cada vez más subidos de tono, toda una sucesión de desnudeces en paulatino ascenso. Decididamente Venus vende. La referencia sexual, desinhibida, directa, es usada para promover absolutamente cualquier tipo de artículo. En nuestra sociedad de consumo, donde todo es negocio, la carne sirve como carnada y como mercancía –es un instrumento de marketing a la vez que otro producto más. Los cuerpos expuestos y ofrecidos valen apenas lo que la suma de sus partes -muslos, senos, bíceps, bocas- y no tienen otro mérito que su contundencia: son un golpe, obviamente por debajo de la cintura. Se rompen tabúes sin que se oiga estruendo alguno.
Y así, aunque parezca desmedido, lo sexy ha logrado establecerse como narrativa social válida: cuenta o pretende contar nada menos que lo que viven y lo que sienten, lo que ansían y lo que fantasean las mujeres y los hombres de hoy. Pero a pesar de tanta ambición, es un relato que se revela deficiente. Sufre una penuria mayor: la monotonía. El sexo, después de todo, consiente solo un cupo limitado de variantes. No parece humanamente posible concebir modos nuevos, sorpresivos, eficaces y placenteros de suscitar la cosquilla sensual. Dos cuerpos – o tres, o una pandilla- no serán jamás otra cosa que dos o tres o una pandilla de cuerpos y al ritmo en que los han venido usando la publicidad y la industria del entretenimiento uno cree haber ya visto y vuelto a ver todo el surtido existente.
Y no es todo: además de las restricciones en cuanto a la materia -limitada, la trama –predecible y la acción -reiterativa, hay que considerar las limitaciones de estilo. El relato sexy ambiciona atrapar a un público lo más vasto posible. A la hora de excitar la libido, o mas exactamente la colectividad de libidos del público, las posibilidades de expresión son escasas. No hay lugar para la sofisticación o la sutileza cuando se trata de hacer de un par de rotundas nalgas un llamamiento a la lujuria universal. Se impone un trazo bien grueso para delinear una imagen sexy que englobe el interés del mayor número posible de miradas individuales. Triunfa la obviedad, el reciclaje de estereotipos exhaustos. La pseudo-estrella toda traste, el símil-galán todo bragueta, la colegiala decadente, el atorrante lascivo, la heredera perversa, el atleta libertino, las gemelas sáficas, el gay áspero y su efebo, el ejecutivo SM, la gran burguesa insaciable, el imprescindible transexual, la banda de orgiastas de un exclusivo country, el círculo dionisíaco de barrio de clase media, seguidos de toda una murga más o menos desvestida. Las imágenes en circulación por las revistas, los afiches callejeros, las pantallas de cine, las páginas de la Internet y el televisor del living son a la vez chatas y chillonas, un perfecto ejemplo de la prevalencia del kitsch en el mundo en que vivimos.
Pero además de estéticamente indefendibles, esas imágenes son primarias y opresivas. Contienen mensajes reductores. Exactamente como la más básica propaganda totalitaria. Lo cual no debiera sorpendernos. En efecto, la narrativa sexy aspira a la hegemonía. Y su voracidad parece no tener límites - siquiera morales. Es significativo que en medio de una actualidad asiduamente sacudida por escándalos de pedofilia y otros abusos de menores puedan verse -en los Estados Unidos- tiendas de ropa para niñas que son la copia fiel de las famosas boutiques de la marca ( para adultas) Victoria's Secret, con su correspondiente selección de lencería voluptuosa – que incluye incongruos corpiños. Pero quizás sea ya tarde para poner el grito en el cielo, porque esta ropa interior resueltamente sugestiva no es sino la prolongación lógica de la panoplia ya existente – y muy exitosa- de shorts y calzas y jeans y minis y boleros, ultra ajustados unos, provocadores los otros, destinada a las mismas chicas pre-púberes. (Irónicamente, los padres que alientan tales desatinos son a menudo señores ataviados de deportistas o de boy scouts y señoras sometidas a severas cirugías y disfrazadas de Lolita).
¿Un cierto sopor se instala tras la mera enumeración de tanto exceso? Ha de ser que, parafraseando a Marx, el sexo es hoy el opio del pueblo – en la sociedad de consumo, al menos. Las normas de gusto y de comportamiento del canon burgués siguen vigentes, con los aggiornamenti necesarios, apenas para las escasas élites que aún perduran aquí y allá. A nivel masivo, en cambio, lo sexy domina por encima de todas las otras categorías del gusto. La narrativa que impone afecta las conductas, las relaciones, la conjunción con los otros. La disponibilidad sexual es hoy un requisito. Es notorio que la pornografía bajo todas sus formas está al alcance de todos. Esto incluye a los muy jóvenes que, expuestos precozmente a ella pero incapacitados para descifrarla, reciben una visión violentamente distorsionada de la vida amorosa.
De hecho la espina dorsal de la narrativa sexy es una forma mitigada de pornografía, justamente conocida por su nombre inglés de ‘soft porn’, que excluye la representación explícita de los actos genitales, pero admite su simulación así como el desnudo parcial. Ciertos sectores del mundo del espectáculo han adoptado la soft porn como fórmula de impacto, legitimándolo ante un público literalmente encantado. En la Argentina tiene lugar un fenómeno particular: la televisión abierta es el conducto privilegiado de ‘soft porn’. Ejemplo mas notorio: Showmatch, el programa de mayor audiencia del país, que ofrece secuencias enteras ampliamente merecedoras de la etiqueta. Con el pretexto de una competición de baile, es todo un carrusel de fingidos y fugaces -pero suficientemente gráficos- apareamientos y contactos en todos los sentidos de las pelvis, las nalgas, las manos, las bocas. ¿ Es posible que el éxito del programa pruebe, como afirman algunos, el alto grado de discernimiento y de flexibilidad del telepueblo argentino? ¿ O la entusiasta respuesta a una estrategia tan elemental no revela en cambio una inmadurez y un letargo intelectual astutamente alentados, sostenidos y alimentados? La ausencia de polémica en torno a este tipo de situaciones culturales, después de todo inéditas, no sería, en todo caso, el reflejo de una comprensión y aprobación generales sino una forma de resignación. En el reparto de roles que propone la narrativa soft porn, hay unos pocos agitadores exhibicionistas y una muchedumbre de mirones, mayoría silenciosa salvo por el eventual gemido de placer – o de protesta.
Pero la verdadera inmoralidad reside en que se provoque el deseo sin dar la mínima pista en cuanto a los modos de satisfacerlo. Comprando el soutien, el slip, las zapatillas o el chocolate no se va a a aplacar la ansiedad erótica que suscita el o la modelo que los publicitan. Cuando las luces del show se apagan el espectador se queda solo – a veces solo de a dos- con el dolor de pensarse.
¿Está esfumándose el arte erótico, la representación refinada de las experiencias amorosas y sexuales, de antigua tradición, reemplazado por la tosquedad del relato consumista con su énfasis en lo genital? Es como si la riqueza de las cocinas tradicionales viniera a ser suplantada para siempre por las escuálidas fórmulas del fast food. ¿Estamos yendo a todo trapo hacia la peor decadencia o se trata solo de un momento de pasaje, previo a un retorno del péndulo hacia conductas más serenas? ¿Se impondrá el hedonismo cheap que preconizan los artífices del consumo o se explorarán maneras sabias de acceder al goce, al mismo tiempo que aprendemos a relativizar su importancia en nuestras vidas? Pero si al fin y al cabo se impusiera nomás lo sexual reducido a su expresión mas elemental como moneda de intercambio entre los seres ¿podríamos verdaderamente vivir bajo una tal economía afectiva? Es posible que el plantearnos ya el problema nos ayude a no tener que vivirlo nunca.


Publicado en Viví Sophia, Septiembre 2008 ©Javier Arroyuelo

Triunfos Guarangos


Una figura particularmente vistosa representa a la mujer en los medios masivos –de instinto bajo, chismosos, fusionados con lo efímero- que modulan gran parte de la opinión y del gusto en la Argentina. Se la conoce como la chica de tapa, entre otros apelativos mucho menos amables, ya que las portadas de las revistas son las que alimentan sus catorce minutos y medio de notoriedad.

En un país de mayoría genéticamente morocha se trata, a menudo, de una rubia. Aunque su pelo es un artificio, como también lo son las partes mas abundantes de su anatomía alevosa. A medida que el tiempo va abatiendo tabúes, los atributos de la feminidad de la chica de tapa son enfatizados cada vez con mayor saña. El proceso inflamatorio concierne las áreas del cuerpo más inmediatamente asociadas con la atracción erótica -boca, senos, nalgas- que adquieren en la chica de tapa proporciones inéditas. Y así este supuesto emblema de la mujer va como dejando de ser una mujer para transformarse en el primer eslabón de una especie de mutación vaya uno a saber hacia cual extravío.

Casi todo lo que la chica de tapa muestra -y hay que decir que muestra casi todo- es el resultado de una larga serie de excesos quirúrgicos. Y el amarillo de su pelo un logro incesamente renovado de la industria cosmética. Aunque Lala, Lela, Lila, Lola o Lulú -o como sea que se llame según la temporada- puede ocasionalmente lucir un melenón negro, es la llamarada rubia lo que la hace conquistar aquellas tapas en las que y de las que vive.

¿Porque un país como la Argentina, cuyas mujeres -profesionales, amas de casa, artistas, socialmente activas, comprometidas, curiosas- representan múltiples y muy variadas facetas de lo feminino, elige repetidamente un prototipo a tal punto reductor? ¿ Porqué semejante caricatura? En una entrevista reciente, Libertad Leblanc, lejano antecedente de la desinhibida de hoy, confesaba llamarse a sí misma “el primer travesti” por el modo deliberadamente caricatural, con que encaraba la feminidad de su personaje cinematográfico. A la vez trasgresiva en la afirmación de su sensualidad pero sumisa a los clichés de la cultura machista, la chica de tapa es emblemática del predominio de una manera guaranga de actuar, de ver y de armar la vida, una ideología guaranga en suma. Allí la mujer es relegada a un rol subalterno. Para el que no le basta ser decorativa: debe además mostrarse manifiestamente libidinosa.

¿Porqué calificar esta Weltanschauung, esta visión del mundo, de guaranga? No solo por la contundencia, la expresividad, la fuerza onomatopéyica de la palabra guarango, sino además por los múltiples sentidos que abarca y por la precisión con que define un cierto modo de actuar. Lo guarango aparece como un extremo absoluto en la gradación de comportamientos que derivan de la mala educación. El guarango es un grosero que se asume perfectamente como tal, que reivindica su ordinariez y que pretende imponerla como conducta hegemónica. No le basta con promover y aplaudir la chabacanería elevada a forma de entretenimiento; se dedica asimismo a menospreciar y burlarse de la cultura, la intelectualidad, la inteligencia, el refinamiento. Practica en permanencia la prepotencia, el atropello. Se impone por el rugido, el empujón, los golpes. Es el compadrito puesto al día y aupado al puesto del caudillo.

Por todo esto, calificar de vulgar a nuestra chica de tapa sería hacerle un favor. Es una guaranga consumada, que participa de un sistema de jerarquías en el que llega al tope quien muestra el traste con mayor desparpajo. Pero habría que distinguir por otra parte la vitalidad que hay en lo vulgar; el bullicio, la savia, la creatividad, todas virtudes de las que lo guarango está exento. De lo vulgar surgen todos los días ideas estupendas, a nivel por ejemplo del lenguaje o de la música populares, que son tarde o temprano adoptadas por todas las categorías del gusto. Pero lo verdaderemente incómodo del epíteto “vulgar” es su denotación clasista: se llama vulgar a quien se supone o se considera socialmente inferior. Y tal noción es justamente en sí misma un colmo de guaranguería. Dinero y alta posición no implican necesariamente, como se sabe, ninguna sensibilidad superior. Y además, como estamos por ver, lo guarango triunfa a cada peldaño de la pirámide social.

Amén de aquel de la chica de tapa son muchos los triunfos guarangos que nos toca padecer. La moda provee unos cuantos. A nivel internacional, la industria del vestido es un fértil proveedor de guaranguerías, que en la versión local se hacen patéticamente obvias. Desde los años Ochenta, cuando la moda se puso de moda en los países ricos y entre las clases acomodadas del resto del planeta, la ropa pasó a ocupar el lugar del fetiche supremo en la imaginación contemporánea, moldeada por y para el consumo. Todo el marketing, toda la mundanidad decorativa, todo el tralalá relacionados con el mundo de la ‘fashion’ – como les gusta decir a quiénes no conocen ninguna otra palabra de inglés- ocupan una ancha banda de la actualidad frívola. La moda se ha vuelto una rama de la industria del entretenimiento. Hoy, el desfile de modelos sobre carpeta roja que precede la entrega de los Oscars es sin duda el acontecimiento mas significativo de la cultura popular. Pero la industria de la música masiva, ha resultado ser para la moda más fructífera y mas influyente aún que Hollywood: en los Estados Unidos sobran las divas y divos pop que llevan en paralelo una carrera de designer, perfumeur, creador de accesorios. Mientras, por fortuna, ése fenómeno específico no ha aquejado (aún) a la Argentina, el fashionismo ligado a una supuesta rock attitude hace estragos bajo forma de tatuajes y piercings y pelos teñidos con colores de gaseosas o de golosinas, entre otras preciosidades. Lo grave es que, lejos de limitarse a los jóvenes, de quienes uno está en grado de esperar que se arrepientan algún día, el guarango pop ha impregnado todas las edades. Ilustración ejemplar, ya que no ejemplo ilustre: ese oxímoro ambulante que es la Lolita longeva, la cuarentona o cincuentona o incluso sesentona que adopta los looks jóvenes, ultra-minis y boleros ultra-ceñidos, volados, rûches, moños, denim bordado de perlas y strasses, zapatillas con plataforma y boca falsamente natural, de un beige rosado compacto y adobada con lip gloss.

Salvo en verano, cuando están asolando las playas, no hay tregua en Buenos Aires: lo guarango acecha en todas las esquinas. En los barrios elegantes se hace más ofensivo todavía porque allí se pretende chic. El catálogo de pequeños horrores de las pseudo-elegantes es vasto. Señalemos que incluye carteras, foulards y anteojos de sol ostentosamente de marca, internacional claro está, llevados con la presunción del asno de las reliquias y, ya cancelada toda cautela, el ‘total look’, siempre de marca por supuesto: la misma griffe del zapato a la vincha, afichado para peor como prueba de buen gusto, cuando se trata en realidad de sumisión consumista y de falta absoluta de imaginación. Creen alcanzar, con el lujo desplegado, un rango elevado. Y lo consiguen, pero en el escalafón de lo guarango.

¿Parecen detalles nimios? No hay que olvidar que la ropa es una forma de relato. Nos expresamos a través de lo que nos ponemos. Y lo que cuenta la calle burguesa no es más alentador que la tapa de la revista provocatoria o el carnaval juvenilista. La falta de discernimiento, los despistes del gusto son la consecuencia patente de una deficiencia general, o incluso de una carencia, de educación. Una persona informada y responsable de sí misma no acepta jamás tratar su propio cuerpo como una mercadería. La doctrina del guarango contemporáneo, en cambio, exige de sus adeptos que dejen de pensarse como sujetos y se transmuten en cosas. Esperemos – o mejor: hagamos todo para- que sus triunfos sean pasajeros.

Publicado en Viví Sophia, Abril 2008 ©Javier Arroyuelo