Javier Arroyuelo / Un día y después otro

Tuesday, October 11, 2011

Memoria y deseo

publicado en Barzón,  nº 19, agosto 2011


Han de ser escasas las figuras del siglo XX, conspicuas o simplemente interesantes o injustamente en las sombras en el campo de las artes, la literatura, las disciplinas decorativas o aún el buen vivir y la mundanidad, de quien no exista publicada en inglés una biografía – o varias en algunos casos- amén de las eventuales autobiografías y memorias y crónicas grupales. En los Estados Unidos el relato de las ascenciones y/o caídas sociales es, desde los años Veinte, una de las ramas mas prósperas de la industria editorial.
Conozco en París un señor culto y conocedor que se rodea de cosas espléndidas, muebles y objetos de épocas variadas, y que, también bibliófilo y gran lector, curioso del mundo, posee un número alarmante de esas crónicas de vidas similares en algunos aspectos a la suya: itinerarios e intimidades de los coleccionistas, estetas, amateurs ilustrados y otros sofisticados máximos que han o deberían haber dejado una señal perdurable en la historia del gusto y de la belleza. En los anaqueles interminables de este coleccionista, quién llegado el momento también será sin duda encapsulado en un volumen, aparecen coleccionados otros coleccionistas, obvios y notorios o delicados y secretos, a menudo junto a los catálogos exhaustivos de sus colecciones.
(Podemos sospechar – y temer quizás- que en un futuro cercano a través de las pantallas delante de las cuales pasamos cada vez más horas podremos gracias a los prodigios de la cibernética no solo entrar sino también sentirnos dentro de, por ejemplo, el exquisito Musée Camondo, sin movernos del living. A menos que hagamos algo, vamos hacia un mundo en el que la apariencia reemplazará a la experiencia y a un cierto término contará más que la existencia misma)
Una colección es una suma de objetos de deseo o si se prefiere es un deseo de posesión manifestado en una multiplicidad de objetos. Poco importan los términos, se trata en todo caso de pasión y dominio, de disfrute y poderío. El placer, ya que obviamente hay uno y es potente,experimentado por y durante la acumulación de la colección – la selección, uno a uno, de los objetos; el nuevo sentido que la incorporación de cada uno impone al comjunto y las nuevas sensaciones que entonces van a suscitarse; la impresión de plenitud alcanzada a cada vez y el goce físico que provoca- es de un orden muy concreto, está ligado a las mismas fuerzas que rigen nuestras pulsiones amorosas. Claro que en el acto de coleccionar se manifiesta al mismo tiempo la ambición tan humana de trascender, de ser algo, un poco, más que una inividualidad circunscripta por dos fechas, como si lo vivido entre ellas no bastara. Y de hecho no basta. Los museos se enriquecen y el público accede a cosas sublimes simplemente porque el la preeminencia social que confiere una colección prestigiosa no parece en verdad suficiente si se la compara a la chance de acceder a una parcela de inmortalidad.
Desde que a la luz poderosa del Renacimiento italiano surge el humanismo y con él los cabinets de curiosités – espacios encantados donde se revelaban colecciones hetéroclitas y siempre soprendentes de antigüedades, obras de arte y de alto artesanado, criaturas y objetos del mundo natural, incluidos los monstruosos y los exóticos, y también instrumentos de ciencia- el coleccionismo ha sido un enérgico, imprescindible propulsor de las artes visuales, las ciencias naturales, el gusto y el saber. Pero cuando aún no existían los museos, herederos y continuadores de los cabinets de curiosités, una convención hipócrita ( y la convicción de que todo goce es sospechoso) prefería parangonar la pasión del coleccionsita a una manía -inexplicable , desde ya- o a una cierta forma de enfermedad –incurable. Los coleccionistas de hoy no tienen esas coqueterías. Está universalmente admitido y aceptado que se colecciona con la intención de mostrar un día todo lo que se ha acumulado. Tal vez a algunos los mueva la necesidad de dejar constancia de su gusto superior y de su discernimiento exquisito. Pero, en general, vistos de cerca, los grandes coleccionistas dan sobre todo la impresión de ser ante todo gente que quiere pasarla lo mejor posible, bebiendo un vino tan excepcional como las mejores obras de su catálogo, discurriendo de lo sublime y de lo trivial en alguno de esos palacios restaurados con invariable refinamiento y sentido de lo nuevo en los que les gusta alojar sus posesiones. Hay sin embargo algo melancólico en la relación del ser vivo y la belleza inanimada. Es notorio que quien colecciona pone afectos en sus objetos, los entra en su intimidad, los hace suyos y se hace suyo. Es una relación impar. Hay un poema, Las cosas, en el que, a propósito de las cosas cotidianas, los objetos con los que vivimos, Borges dice:
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.
Quien sabe cual reflexión, cual sentimiento podrán despertar esos dos versos en la persona que compila objetos como talismanes de la memoria.